agosto 08, 2010

Después de parir mis miles de hijos tuve esa repentina sensación de arrepentimiento y ansiedad, cada uno se llevo con sigo una parte de mi intestino, diafragma, tallo cerebral y así sucesivamente. Con una cavidad tan espaciosa sin nada que la rellenara salí a las calles, buscando un poco de órganos vivos, o no tan muertos o al menos no tan descompuestos para recobrar las fuerzas y sentir algo de peso en la barriga, pero parecía casi imposible que las empanadas y los pequeños bocadillos repletos de glóbulos blancos y rojos saciaran la sed y el hambre de mundo que tengo, cada día me alimentaba de lo que veía, comía, respiraba, tocaba, palpaba, estornudaba y tosía, para no dejar ni un átomo escaparse de ese gran apetito voraz que consumía mi carne. Apareciste y como un plato servido en mi mesa te devore una, quince, mil veces seguidas y aun tu carne no deja de parecerme la mejor y más exquisita de todas, estoy feliz de poder beberte a sorbos grandes cada vez que quiero convertirme en gato.