octubre 20, 2020

 













La última vez que le vi, sentí que todo se había superado,  que la culpa y las puñaladas que me clavaba yo misma en la sien era suficientes para él,  pensé que su capacidad de resiliencia era la lección más fuerte que aprendería por esos días,  por encima de sus frijoladas y sus arepas autogestionadas, yo misma me encargué de sembrarle ese ego y despotismo, llevada por los dolores que cargo en mi hígado desde hace muchos años, aún así, me quedé con las manos vacías, un reguero de lamentos y una medallita de San Benito, recién comprada.
Me dijo que le "gustaría hablar", que sus cachos no son de vaca sino de diablo, pero no respondió a uno solo de los mensajes, me dijo que no hablara de humillaciones cuando solo escribí y llamé, pero no sabe que no dormí,  que no paré de llorar y que aún de vez en cuando abro su cajón y sigo llorando, aunque ahora por mí,  por no tener esa capacidad de parar a tiempo, de entender que hay amores de monarca, y que no todo el mundo tiene corazón de maple y coco, algunos corazones son recios, y quieren que sus parejas sean talladas con la mano o simplemente no son la langosta para mí.
Llegó a enseñarme una fortaleza que conocía,  pero a sacar también lo peor de mí,  el remordimiento, el daño autoinfringido, la ansiedad por abandono, la depresión.
Apenas 3 semanas de una separación que era inminente desde aquella vez que debí dejar de insistir, cuando me quedé sola en suba hace 4 años.